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sábado, 12 de octubre de 2019


CUENTO DE LAS MARIPOSAS:
Estaban a punto de empezar el banquete con aquel delicioso manjar (para las orugas la lechuga es como para nosotros un helado de vainilla y chocolate), cuando llegó José. El granjero, cuando vio a aquellos miserables seres que se arrastraban y que se disponían a comerse su lechuga, dejándole sólo algún resto agujereado, se enfadó y, sin pensarlo demasiado, se abalanzó para exterminarlos. Mientras las orugas, ignorantes, se comían la lechuga y el hortelano José pensaba en la manera de suprimirlas de un solo golpe, vio, en los alrededores del huerto, a un viejo pordiosero. Era un hombre muy pobre, que no tenía absolutamente nada, excepto los harapos que llevaba. No tenía casa, no tenía dinero, no tenía ningún objeto personal, ni siquiera una máquina para quitarse la barba, y no tenía medios para desplazarse, ni siquiera una bicicleta. Sólo tenía nombre: Romero. Romero miró a José, después miró a las orugas y comprendió la intención del hortelano. No hubiera sabido decir por qué, pero, de repente, sintió una compasión infinita por aquellas pobres criaturas, pobres como él, sobre las que estaba a punto de caer la ira del hortelano. Se armó de valor, se acercó al hombre y le dijo:
"Soy un mendigo y te pido una limosna. Regálame estas orugas. Dámelas a mí que no tengo nada".
En un primer momento, José lo miró, lo escuchó sorprendido y, cuando oyó la modesta petición, decidió complacer al mendigo. Había matado dos pájaros de un tiro: se había librado de las orugas, sin siquiera haberse molestado en matarlas, y había tenido un gesto de generosidad. Y los gestos de generosidad, él lo sabía bien, antes o después, le pagarían con intereses.
"Muy bien", dijo José a Romero. "Tómalas todas".
Romero, con gran delicadeza, tomó entre sus sucios dedos a toda la familia de orugas y se alejó de la huerta, dando las gracias al hortelano. Tenía hambre y la garganta seca, pero nunca le hubiera pasado por la mente pedir alguna cosa para él. Lo único que quería en aquel momento era salvar a las orugas. Metió a sus nuevas y singulares amigas en uno de los muchos bolsillos de su maltrecha camisa y se dirigió hacia el pueblo. Era día de mercado y Romero debía aprovechar aquella ocasión para conseguir un poco de dinero. Tendía la mano a la gente que pasaba entre los puestos del mercado para comprar telas, fruta o dulces. Nada de nada. Nadie abrió el bolsillo para ayudarlo. Entonces, desesperado, pensando que ni siquiera ese día conseguiría aplacar su hambre, decidió realizar un acto horrible: robar un trozo de seda coloreada de una de los puestos del mercado. Y así lo hizo. Alargó la mano, tomó rápidamente un gran trozo de tela, brillante y preciosa, y se fue corriendo. Sin embargo, el propietario de la tienda se dio cuenta de la maniobra y gritando con mucha rabia empezó a perseguirlo. Romero corrió muchísimo, corrió con todas sus fuerzas y consiguió llegar al bosque que se encontraba cerca del pueblo. Se adentró entre los árboles, sintiendo cómo las piernas se le doblaban a causa del esfuerzo. Se tiró al suelo, apretando entre los dedos el pedazo de seda a cambio del cual esperaba conseguir una buena comida y, después, vencido por el cansancio, se durmió. Pero el comerciante había decidido no abandonar tan fácilmente su prenda: quería alcanzar al ladrón, entregarlo a la justicia y recuperar la tela. Mientras Romero dormía agotado, el comerciante llegó al bosque y, chillando de rabia, continuó buscándolo. Entonces, las orugas salieron del bolsillo de su salvador (había robado, es cierto, pero también les habáa salvado la vida) y pensaron en pagarle su deuda. Si pudieran esconder la tela, Romero estaría salvado. El comerciante no encontraría la prenda y no lo podrían acusar de nada. Pero, ¿cómo lo podían conseguir? A la oruga más vieja se le ocurrió una idea, que convenció a las demás. Todas juntas, febrilmente, empezaron a morder la tela, reduciéndola a muchos minúsculos trocitos de tela. Después, cada una de ellas se puso un par de trozos sobre la espalda, para llevarlos lejos de Romero, en un lugar en el que el comerciante no las pudiera encontrar, ni relacionarlas con el trozo de tela que le habían robado. Empezaron a arrastrarse llevando en la espalda los trocitos de tela, pero pronto se dieron cuenta de que no podían hacer un camino tan largo. Eran muy pequeñas y débiles, y la seda, aunque ligera, era demasiado pesada para ellas. Una tristeza infinita les invadió el corazón: no podrían saldar su deuda, no podrían salvar a su amigo. La oruga más vieja miró hacia arriba e invocó:
“¡Viento, amable viento, ayúdanos!”.
El viento tuvo compasión de las orugas generosas y llenas de buena voluntad. Sopló amablemente, pero vigoroso hasta levantarlas del suelo, para empujarlas lejos. Los cuerpos de las orugas se movían en el aire y sobre sus espaldas se desplegaban los trocitos de tela. Era un espectáculo precioso. Al viento le entusiasmó este maravilloso revoloteo. Le gustó tanto que fundió los trocitos de tela sobre el dorso de las orugas. Así, nacieron las mariposas. Y Romero, por supuesto, quedó a salvo.

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